miércoles, 30 de diciembre de 2009

Tiempo.

Y esta es una de las veces en las que me quedo viendo a la pantalla vacía, sin saber que escribir.
Es miércoles, llueve, y mañana será el último día de este maldito año.
A lo largo de doce meses te das cuenta de muchas cosas, o quizás no. Los recuerdos te invaden: el sol en tu cuerpo mientras estás tranquilamente riendo en la playa de enfrente; los abrazos de Alex al llegar a clase, la comida de papá; las películas con tu hermano, las noches en la calle, pasando frío si, pero con esa gente que te abstrae de este mundo; las clases con Inda y los vídeos y chistes de Jacob, los capuccinos calientes en las frías tardes de diciembre; las tardes enteras en el conservatorio, las clases con Alberto, los sábados de orquesta; regalos inesperados, largas noches bajo el cielo estrellado, la semana del monte, las fotografías sin sentido, Luís...Esos serán los buenos recuerdos, o mínimamente, los mejores.
Por otra parte, se quedan las noches sin poder dormir, pues al día siguiente tienes ese tremendo exámen de física gravitacional; las peleas con José Manuel, si, que al final ha resultado ser uno más, los dolores de garganta, pues has olvidado ponerte dos pares de calcetines; los comentarios críticos para doña Susana, esos que tanto odias; las moribundas clases de Historia con Gabriel, el cual seguramente carezca de cualquier tipo de vida social, que se borre toda la música que llevabas guardando meses en tu querido y apreciado iPod... Todas esas cosas que te hacen querer gritar y destrozar cosas con un bate de béisbol en la mano.

Son cosas sumamente pequeñas, a las que no das importancia, a la mayoría por su rutina semanal y a las otras, pues no lo sé. Pero llega ese momento, el final de esos doce meses, en el que te pones a pensar, esos minúsculos maravillosos momentos, geniales gestos, son los que te hacen REÍR. Y los días peor empleados son aquellos en los que no se ha reído.

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