martes, 29 de diciembre de 2009

D.

Gritar. Eso era, le gritaría a ese desalmado todo lo que llevaba dentro, todos los enfados acumulados. Tenía que ser ahora, en aquel minuto de delirio, pues yo era incapaz de gritarle en otra ocasión. No sabía por donde empezar a buscarlo, pero entonces recordé lo mucho que le gustaba la sala de música, en la cual podía pasar horas y horas sin cansarse.

Le encantaba coger todas y cada una de las guitarras y probarlas, tocar acordes y notas sin sentido. Le gustaba pulsar una a una las teclas negras del piano, melodías que brotaban a través de las yemas de sus dedos sin que él, ni siquiera él, supiera el porqué.

Entré, allí estaba, tenía la guitarra azul en las manos, su favorita. No se dió cuenta de que había entrado, siguió tocando, y a medida que la música nacía de las cuerdas, mi enfado iba descendiendo. Simplemente me senté a escucharlo, esa era una de las razones por las cuales me gustaba tanto, supongo. Tenía un don. Levantó la cabeza, sonrió. Sonreí. Me encantaba, y él no sabía cuanto.

La música cesó.

- ¿Porque paras? Me encantaba.

* Te quiero.

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