miércoles, 5 de enero de 2011

Ginger.

El interior del pub está neblinoso por el humo y tiene un olor denso y atosigante, mezcla de tabaco y licor. Una rendija de viento helado se cuela con cada cliente mientras la nieve sucia se derrite en pequeños montoncitos que arrastra la pesada puerta de roble y cristal.

Fuera, la noche ha caído con una bruma espesa y el luegar se estremece de frío. Dentro, los cuerpos van entrando en calor a medida que llega más gente. Sobran las bufandas, las pintas y el café tostado animan el ambiente, cargándolo de conversaciones cruzadas, risas, alguna exclamación, voces que suben y suben de tono mientras la vieja gramola va cambiando de canción.

El pub es un resquicio de paz, una postal a la que la guerra todavía no ha llegado. La despensa ha empezado a resentirse y han tenido que bajar al pueblo para comprar leche, huevos, pan fresco y algo de carne. Aún era temprano cuando salieron del supermercado y pensaron que no les haría daño tomar algo antes de volver.

Hace frío y a veces se cansan de la dilatada claustrofobia de su casa en mitad del páramo. Ver gente, escuchar música, tomar un buen cappuccino con canela y chocolate, reírse un poco, nada de eso es ningún pecado y, por una vez, creen que se merecen un respiro. Los tres, al unísono. Sin peros ni trabas.

Hay chicos de su edad jugando a los dardos. Charlan, se empujan, se ríen de forma explosiva, jóvenes y despreocupados, y por un instante se siente parte de ellos y una sonrisa le expande los labios. Frente a ella, junto a los restos espumosos de su cappuccino, el Times está abierto por la sección de deportes y anuncia un partido entre el Arsenal y el Manchester. Los ojos azules del pelirrojo que tiene enfrente son enormes, se vuelven casi redondos de asombro infantil y tiene la boca entreabierta, hinchada y más roja que de costumbre por el ambiente caldeado del bar, tabaco, sudor, café recién hecho.


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